miércoles, 15 de diciembre de 2010

La decadencia del amor verdadero con los animales

Hasta entonces nunca había amado. Sé enamoró de un cocker. Perdidamente. No podía dejar de escribir su nombre en su libreta. Pablo Picasso. Pablo Picasso. Pablo Picasso. Como el pintor. SE HABÍA ENAMORADO DE PABLO PICASSO. El perro Pablo Picasso. Un magnífico ejemplar.

En junio lo invitó a pasear. Pablo Picasso no estaba por la labor. Le interesaba la comida y una pequeña bola de lana que tenía en un rincón de la salita. Ante el desdén que le mostraba, quiso pasar a la segunda fase del cortejo.

Lo invitó a ir de viaje a Roma. Pablo Picasso no estaba para gaitas. No estaba muy contento. Que digamos. Así que la cosa quedó ahí. No avanzó.

Hasta que, por fin, un poco ebrio, decidió besar sus dulces labios sin previo aviso. El influjo de Afrodita, las mieles del Olimpo, el sendero eterno de la pasión. Así sin más.

Pablo Picasso, desprevenido. El amor no correspondido. Más cortante que la más afilada de las dagas. Los caninos del noble can sesgan de un certero mordisco los labios ardientes del joven devoto.

Sangre derramada.

Amor cincelado.

La pasión nunca fue tan digna de su nombre. El climax de los climaxes. La primera y la última vez. El único instante por el que valía la pena vivir. Trágicamente. Reconstrucción facial que valió la pena. Cirugía justificada. Quirófano del amor. Puntos de sutura de pasión. Convalecencia en el edén. Trágico mordisco revelador. Pablo Picasso. Un perro poco preparado para el amor.

La educación sentimental es básica.